sábado, 24 de mayo de 2014

I
A menudo estoy acostado y siento los estallidos que perdidos en el tiempo dejé, los cuales logran reunirse y llegar a mi encuentro. Al comienzo de cada nueva estación las flores se mecían al viento con sus vestidos encarnados y su pálida piel mientras tímidas, retenían el sonido de una melodía imperceptible. Los capullos acumulaban el bullicio del mundo y al explotarlos sentía ese vibrar. El eco de un centenar de primaveras me recoge y viajo; acunado por esta nostalgia reconozco la forma de ciertos objetos y sus texturas, sus colores. Advierto que en las personas el tiempo pasó y que no han logrado escapar a sus brazos. Con la razón oprimida veo surcos en su cara como en la tierra recién arada y al frente de una legión recorro esas arrugas con la seguridad de no perderme en ellas; transito las que surgieron con la tristeza o las decepciones y logro explorar aquellas trazadas por lágrimas de júbilo al conocer a los hijos de los hijos.

II

A esta altura reflexiono. Mis ojos no son suficientes para esta empresa y de estar a mi alcance recogería los mil que, según dicen, descansan sobre las plumas de un pavo real; me pregunto: ¿cuántas horas ganaría si pudiera sacrificar el pestañear de mis ojos?, ¿cuántos detalles nuevos podría percibir? Posiblemente me haría de mil imágenes y con suerte presenciaría el momento en que un cabello se torna del plateado de la luna. Me encuentro por momentos perdido en la profundidad y el misterio de un iris, en el azul y la eternidad de un océano, impelido por la fragante brisa de una estación sin nombre que me lleva a recorrer, inmóvil, una veintena de años. Permanezco retozándome en el recuerdo, como los juncos embriagados bajo el sol.

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