I
A menudo estoy acostado y siento los estallidos que perdidos
en el tiempo dejé, los cuales logran reunirse y llegar a mi encuentro. Al
comienzo de cada nueva estación las flores se mecían al viento con sus vestidos
encarnados y su pálida piel mientras tímidas, retenían el sonido de una
melodía imperceptible. Los capullos acumulaban el bullicio del mundo y al
explotarlos sentía ese vibrar. El eco de un centenar de primaveras me recoge y
viajo; acunado por esta nostalgia reconozco la forma de ciertos objetos y sus
texturas, sus colores. Advierto que en las personas el tiempo pasó y que no han
logrado escapar a sus brazos. Con la razón oprimida veo surcos en su cara como en
la tierra recién arada y al frente de una legión recorro esas arrugas con la
seguridad de no perderme en ellas; transito las que surgieron con la tristeza o
las decepciones y logro explorar aquellas trazadas por lágrimas de júbilo al
conocer a los hijos de los hijos.
II
A esta altura reflexiono. Mis ojos no son suficientes para
esta empresa y de estar a mi alcance recogería los mil que, según dicen,
descansan sobre las plumas de un pavo real; me pregunto: ¿cuántas horas ganaría
si pudiera sacrificar el pestañear de mis ojos?, ¿cuántos detalles nuevos
podría percibir? Posiblemente me haría de mil imágenes y con suerte
presenciaría el momento en que un cabello se torna del plateado de la luna. Me
encuentro por momentos perdido en la profundidad y el misterio de un iris, en
el azul y la eternidad de un océano, impelido por la fragante brisa de una
estación sin nombre que me lleva a recorrer, inmóvil, una veintena de años. Permanezco
retozándome en el recuerdo, como los juncos embriagados bajo el sol.
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