lunes, 28 de julio de 2014

La invitada. Segunda parte, VIII

"—¿Por qué sonríe? —preguntó Gerbert.
—Por nada.
Empezaron a temblarle los labios; había deseado esa pregunta con toda su alma y ahora tenía
miedo.
—¿Ha pensado algo? —dijo Gerbert.
—No. No era nada.
Bruscamente los ojos se le llenaron de lágrimas; tenía los nervios agotados. Ahora había avanzado demasiado; el mismo Gerbert la obligaría a hablar, y quizás esa amistad tan agradable que había entre ellos iba a quedar destruida para siempre.
—Por otra parte, sé muy bien lo que ha pensado —dijo Gerbert en tono de desafío.
—¿Qué era?
Gerbert tuvo un gesto altanero:
—No lo diré.
—Dígalo y yo le diré si era eso.
—No, dígalo usted primero.
Por un instante se miraron como dos enemigos. Francisca hizo el vacío en ella y por fin las palabras cruzaron sus labios.
—Me reía preguntándome qué cara pondría usted, a quien no le gustan las complicaciones, si le propusiera acostarse conmigo.
—Creí que pensaba que yo tenía ganas de besarla y que no me atrevía —dijo Gerbert.
—Nunca se me ocurrió que usted tuviera ganas de besarme —dijo Francisca con altura. Hubo un silencio, le zumbaban las sienes. Ahora ya estaba, había hablado—. Y bueno, conteste, ¿qué cara
pondría?
Gerbert se acurrucó en sí mismo, no le quitaba a Francisca los ojos de encima y toda su cara se había puesto a la defensiva.
—No es que no me gustara. Pero me intimidaría demasiado.
Francisca recuperó el aliento y logró sonreír amablemente.
—Está hábilmente contestado —dijo. Terminó de afirmarse la voz—. Tiene razón, sería artificial y molesto.
Tendió la mano hacia la linterna. Había que apagar lo antes posible y refugiarse en la oscuridad; iba a llorar mucho, pero, al menos, no arrastraría esa obsesión tras ella. Lo único que temía era que, por la mañana, el despertar fuera incómodo.
—Buenas noches —dijo.
Gerbert la miraba obstinadamente con un aire huraño e incierto.
—Yo estaba convencido de que antes de salir de viaje había apostado con Labrousse que yo iba a tratar de besarla. La mano de Francisca volvió a caer.
—No soy tan fatua —dijo—. Sé muy bien que me toma por un hombre.
—No es verdad —dijo Gerbert. Su impulso se cortó de golpe y de nuevo una sombra desconfiada pasó por su rostro—. Me causaría horror ser en su vida lo que son las Canzetti para Labrousse.
Francisca vaciló.
—¿Quiere decir, tener conmigo un lío que yo tomara a la ligera?
—Sí.
—Pero yo nunca tomo nada a la ligera. Gerbert la miró vacilando.
—Creí que se había dado cuenta y que la divertía.
—¿De qué?
—De que yo tenía ganas de besarla: la otra noche en el granero y ayer a orillas del arroyo. —Se retrajo todavía más y dijo con una especie de ira—: Yo había decidido que al volver a París la besaría en el andén de la estación. Pero pensaba que usted se me reiría en la cara.
—¡Yo! —dijo Francisca. Ahora lo que le incendiaba las mejillas era la alegría.
—De lo contrario, ya lo hubiera querido un montón de veces. Me gustaría besarla.
Seguía envuelto en su manta con aire acosado. Francisca midió con la mirada la distancia que le separaba de ella y tomó impulso.
—Y bien, hágalo, Gerbert, tontuelo —dijo tendiendo la boca.
Algunos instantes después, Francisca tocaba con una precaución asombrada ese joven cuerpo liso y duro que durante tanto tiempo le había parecido intocable. Esta vez no soñaba; era verdad que lo tenía despierto, apretado contra ella. La mano de Gerbert le acariciaba la espalda, la nuca, se posó sobre su cabeza y ahí se detuvo.
—Me gusta la forma de su cráneo —murmuró, y agregó con una voz que ella no le conocía—: Me parece raro besarla.
La linterna se había apagado, el viento continuaba soplando con rabia y el cristal roto dejaba pasar un soplo frío. Francisca puso su mejilla contra el hombro de Gerbert; abandonada contra él, distendida, no sentía ninguna molestia de hablarle.
—¿Sabe? —dijo—. No solamente por sensualidad tenía ganas de estar entre sus brazos; era sobre
todo por ternura.
—¿De veras? —dijo Gerbert en tono alegre.
—Por supuesto. ¿Nunca sintió la ternura que usted me inspiraba?
Los dedos de Gerbert se crisparon sobre su hombro.
—Eso me alegra, eso me alegra verdaderamente.
—¿Pero no saltaba a la vista?
—No —dijo Gerbert—. Era seca corno un palo. Y hasta me resultaba penoso verla mirar a Labrousse o a Javiera de cierto modo; me decía que conmigo nunca tendría esas expresiones.
—Era usted quien me hablaba duramente —replicó Francisca. Gerbert se acurrucó contra ella.
—Sin embargo, siempre la he querido mucho —dijo—. Hasta demasiado.
—Lo ocultaba muy bien —dijo Francisca. Colocó sus labios sobre los párpados de largas pestañas—. La primera vez que tuve ganas de tomar esta cabeza, así, entre mis manos, fue en mi despacho, la víspera de la llegada de Pedro. ¿Se acuerda? Usted dormía sobre mi hombro, no se ocupaba de mí, pero yo, sin embargo, estaba contenta de saberlo allí.
—Oh, estaba un poco despierto —dijo Gerbert—. Me gustaba también sentirla contra mí, pero creía que me prestaba su hombro como me hubiera prestado un almohadón —agregó con aire
asombrado.
—Se equivocaba —dijo Francisca. Pasó la mano por el suave pelo negro—. Y, sabe, ese sueño que le conté el otro día en el granero, cuando usted me decía: «Pero no, no es un sueño, sería demasiado tonto si no fuera verdad...» Le mentí, no temía despertar porque no paseábamos por Nueva York. Era porque estaba entre sus brazos lo mismo que en este momento.
—¿Es posible? —dijo Gerbert. Bajó la voz—. Tenía tanto miedo por la mañana de que usted sospechara que yo no había dormido; había estado fingiendo para poder estrecharla contra mí. Era deshonesto, ¡pero tenía tantas ganas!
—Y bien, estaba muy lejos de suponerlo —Francisca se echó a reír—. Hubiéramos podido jugar mucho tiempo al escondite. Hice bien en echarme groseramente sobre usted.
—¿Usted? Usted no se echó nada, no quería decirme ni una palabra.
—¿Pretende que gracias a usted hemos llegado a esto?
—Yo hice tanto como usted. Dejé la linterna encendida y mantuve la conversación para impedir que se durmiera.
—¡Qué osadía! Si supiera con qué aire me miró durante la comida, cuando intenté un débil acercamiento.
—Creía que empezaba a estar borracha.
Francisca oprimió su mejilla contra la suya.
—Estoy contenta de no haberme descorazonado.
—Yo también estoy contento.
El posó sobre su boca sus labios calientes y ella sintió que su cuerpo se pegaba estrechamente al  suyo."

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