Hace un par de días me hice una de esas promesas que
responden a la necesidad de controlar los impulsos que llevan al mismísimo caos:
“No me voy a comprar más libros; leo a menor tasa de la que compro”. Dos días
pasaron y pequé, pero tengo todas las de ganar en esta ocasión. Caminando por
el centro a pleno sol me topé con uno de esos gabinetes verdes –verde librería-
en los que venden libros usados. Esas tienditas que, siendo Buenos Aires una
ciudad con tantas palmeras, parecen sucursales de la de Alejandría (y el calor
imprime cierta verosimilitud a esta imagen). Cuestión: solo me detuve a ver qué
títulos tenían, qué ediciones, por el
mero placer que genera encontrar la misma edición que tenemos en casa, o ver esos
libros que nunca compramos pero que los vemos en tantas tiendas que es como si
los hubiéramos leído. Así, como esos ex-fumadores que se contentan con oler el
tabaco, contemplé largo rato los libros y advertí que estaba Nudo de víboras
(uno de esos que leí sin haber leído). Estimo que me brillaron los ojos o
generé algún compuesto volátil que el librero advirtió y me dijo: “te lo dejo a
veinte pesos por ser vos”. “No, no puedo comprar libros” le dije. “Te lo dejo a
diez pesos, ¡no!, mejor te lo regalo, hoy no vendí nada y capaz esto me traiga suerte”. Le compré el libro. Mientras mi nuevo mejor amigo fue a buscar cambio
leí: “Señor, pensad que no nos entendemos nosotros mismos y que no sabemos lo
que queremos, que nos alejamos infinitamente de lo que deseamos”. Volvió con el
cambio y nos despedimos, con un abrazo; su mano, que ya debe saber leer en la
oscuridad, asestó una honesta palmada en mi espalda que aún repercute en toda
la expansión de mi ser. Quizás entre dos momentos de esta categoría pase un
abismo de años, o nunca suceda otro. Mas qué importa, si con uno basta para
reconocer qué es eso que importa tanto, la vida.
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