jueves, 12 de marzo de 2015

Los Mandarines - Simone de Beauvoir

-¡Ana, soy tan feliz!
Estaba desnudo, yo estaba desnuda y no sentía ninguna molestia; su mirada no podía lastimarme; no me juzgaba, no prefería ninguna otra cosa. De pies a cabeza sus manos me aprendían de memoria. De nuevo dije:
-Me gustan sus manos.
-¿Le gustan?
-Durante toda la tarde me pregunté si las sentiría sobre mi cuerpo.
-Las sentirá durante toda la noche -dijo.
De pronto no era ni torpe ni modesto. Su deseo me transfiguraba. Yo, que desde hacía tanto tiempo no tenía mas gusto ni forma, poseía de nuevo pechos, un vientre, un sexo, una carne; era alimenticia como el pan, olorosa como la tierra. Era tan milagroso que no pensé en medir mi tiempo ni mi placer; sé solamente que cuando nos dormimos se oía el leve trino del alba.
Un olor a café me despertó; abrí los ojos y sonreí viendo sobre una silla mi vestido de lana azul en los brazos de una chaqueta gris. En la sombra del árbol negro habían crecido hojas que mariposeaban contra la cortina de un amarillo rabioso. Lewis me tendió un vaso y tomé de un trago el jugo de naranja que tenía esa mañana un gusto a convalecencia: como si la voluptuosidad fuera una enfermedad; o como si toda mi vida hubiera sido una larga enfermedad de la que me estaban curando.

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