martes, 9 de junio de 2015

Los Buddenbrook


“-¡Olas inmensas…!- dijo Thomas Buddenbrook-. Vienen y se estrellan, una tras otra, sin fin, sin objeto, estériles y errantes. Y no obstante, obran sobre nosotros de un modo sedante y consolador, como imagen de lo simple y lo necesario. Cada día tengo más cariño al mar… En otros tiempos prefería la montaña, quizá tan solo porque estaba lejos. Hoy no podría. Siento que la temo y me avergonzaría. Es demasiado arbitraria, irregular, diversa… No podría por menos de sentirme vencido. ¿Qué clase de hombres son los que prefieren la monotonía del mar a la variedad natural de la montaña? Creo que son aquellos que se han absorbido en la contemplación de las cosas interiores para no tener que pedir a las exteriores cuando menos una cualidad: la sencillez… Para subir a la cumbre de la montaña se necesita ser valiente, mientras que para estar en la orilla del mar no hay que molestarse; tan sólo sentarse muy descansado. Pero conozco la mirada con que se recompensa a uno y a otro. Los que van saltando de cumbre en cumbre, tienen los ojos seguros, felices, saturados de un espíritu audaz, dispuesto para las luchas por la vida; en cambio, por la inmensidad del mar, que mece sus olas con este místico y desfallecido fatalismo, vaga y sueña con la mirada mortecina de los desesperados y de los expertos que con frecuencia han profundizado en las tristes experiencias… ¡Salud y enfermedad! He aquí la diferencia. Trepa uno animoso por la maravillosa variedad de las montañas escarpadas, sólo para poner a prueba la propia fuerza vital, virgen todavía; reposa otro frente a la sencillez de las cosas exteriores, únicamente cuando está  fatigado de la confusión de su espíritu.”

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